Sudor.
Lágrimas.
Ampollas.
Dolor en músculos cuya existencia desconocía.
Pero también:
Unión.
Compañerismo.
Paz en el alma.
Y un “¡Buen camino!” que impulsaba a seguir.
Eso es lo que se siente al hacer el Camino de Santiago.
Una experiencia única y enriquecedora no sólo para el cuerpo, sino para la mente.
Para el cuerpo, porque te enseña todo lo que puede dar de sí un organismo cuando lo sometes a fatigas extremas.
Para la mente, porque te demuestra que es ella quien gobierna al cuerpo y le ordena seguir. Porque seamos claros, cuando llevas una semana andando con 200 km a las espaldas, tu cuerpo solo te pide que te pares en cada bar por el que pasas, que le des un respiro, que descanses. Pero la mente le dice que no. Que hiciste una promesa. Que tienes un reto. Que ese reto termina en Santiago de Compostela, en la plaza del Obradoiro, y ni un kilómetro antes.
Así que, jodido y cuestionándote por qué decidiste “gastar” tus vacaciones en sufrir, pones un pie delante de otro y echas a andar. En trance, replanteándote todas y cada una de las decisiones de tu vida, y sintiendo el dolor en tus pies. Pero te aguantas y echas a andar. Porque nadie ha tomado esa decisión aparte de ti.
Dicen que hacer el Camino es una experiencia transformadora y que la persona que lo empieza no es la misma que la que lo acaba. Y tienen razón.
En la época de la conexión constante, donde nos pasamos todo el día delante de una pantalla, hacer el Camino supone desconectarte del mundo. Mientras caminas, no existe nada más que no seas tú. Una pequeña parte de tu cerebro se centra en que no dejes de caminar, pero el resto se aburre. Y cuando nos aburrimos, la mente vuela libre y tiene tiempo para pensar.
Sí, pensar. Esa habilidad que parece olvidada, sepultada por toneladas de información, por micro dosis de dopamina constante que desvían nuestra atención, por un ritmo frenético de vida que no da tiempo a parar. Es curioso lo mucho que puede idear la mente cuando tiene tiempo y espacio, cuando no se siente agobiada por un mundo en constante cambio.
Así que, mientras recorría los kilómetros que me separaban de la tumba del Santo, mi cabeza se daba cuenta de que hacer el Camino de Santiago es la esencia de la vida misma.
No porque andar sea el fin último de la existencia, sino porque completar el Camino de Santiago es como vivir. Es avanzar constantemente y sin pausa, al ritmo que podamos y arrastrando heridas por el camino, pero avanzar al fin y al cabo, que es lo que importa. Avanzar hacia un objetivo, el que sea, pero fijarlo y completarlo. Y tras completar ese objetivo, ir a por el siguiente.
La vida va de no conformarse y esperar a que venga todo dado. De no ver pasar los años ante tus ojos como si fueras un mero espectador, un narrador en tercera persona de una historia que no es la tuya. De no llegar al final de tu efímera estancia en este mundo y sentir que no has logrado nada.
La vida va de tomar decisiones complicadas y luchar por ellas. De salir de tu zona de confort y pelear, no contra el mundo, sino contra ti mismo. Contra ese sistema uno del que hablaba Kahneman que es vago y perezoso.
Ad astra per aspera, “hacia las estrellas a través de la adversidad”, dejó escrito la tradición latina.
Ultreia et suseia, “hacia adelante y más allá”, se decían los peregrinos antiguamente.
It’s a long way to the top if you wanna rock ‘n’ roll, “Hay un largo camino hasta la cima si quieres triunfar”, cantaban los AC/DC.
Frases de distintas épocas que guardan el mismo significado: que sólo a través del sacrificio puede el hombre alcanzar el éxito y la plenitud en la vida.
El ser humano necesita retos. Retos que no deben venir de fuera, sino que deben ser autoimpuestos por el alma y ejecutados por el cuerpo. El Camino de Santiago es uno de esos retos. Habrá retos más grandes y más pequeños, que cuesten más o menos sacrificio, pero que, cuando se completan con sudor y lágrimas, es cuando el hombre puede sentirse realizado y orgulloso de sí mismo.
Así que, esta reflexión podría resumirse como:
“No hay nada que realice más al ser humano que hacer cosas”.