Mis comienzos en el doctorado no fueron sencillos.
Finales de 2021.
Por motivos que no vienen a cuento hoy, cometí el grave error de empezar un doctorado sin beca ni contrato. Supongo que en ese momento mi cabeza pensaba: ¡lo que sea por la ciencia!
Al principio, pensé sería algo temporal y podría aguantarlo, pero algo dentro de mí ya me decía que esto no estaba bien. Con 23 años, una carrera y un máster, sentía que tenía que estar llevando algo de dinero a casa para devolver la inversión que habían hecho mis padres en mí.
Así que decidí buscarme la vida con un trabajo a jornada parcial. Ya que vendiendo mi físico no iba a ganar mucho dinero, pensé que prostituyendo mi cerebro y mis conocimientos quizás tuviera mejor suerte. Al final, eso es lo que hacemos todos, ¿no? Somos mercenarios que venden su tiempo y su experiencia a cambio de dinero.
Por suerte, Internet estaba de mi lado. Vagando por la web me topé con una “plataforma para freelancers”, palabra que ni siquiera sabía lo que significaba.
Entré, me cree una cuenta, rellené mi perfil con las 2 o 3 cosas que podía poner de mi currículum, y me lancé a buscar trabajo. Lo que me encontré fue desolador.
Había miles de trabajos disponibles, pero la mayoría ofrecían salarios no ya que rozaran la pobreza, sino directamente la esclavitud. Lo peor no era ver que alguien ofrecía 5 euros por corregir un trabajo de máster, sino que tenía 15 solicitudes de personas dispuestas a aceptar el encargo.
Sin embargo, entre tanta inmundicia también había alguna pequeña gema oculta.
Encontré un trabajo que requería un experto para buscar información en bases de datos sobre temas biomédicos y redactar informes con análisis sobre temas de actualidad. Ofrecían un periodo de prueba breve y pagado para comprobar si eras un buen fichaje.
Por ponernos en contexto, mi Trabajo de Fin de Grado en Bioquímica empezó 1 mes antes de que nos encerraran por el Covid-19. Lo que iba a ser un trabajo puramente experimental se convirtió en una revisión bibliográfica que me llevó a estar 3 meses leyendo artículos científicos. Más tarde durante el máster también escribí otra revisión, por lo que me pareció que podía ser un buen candidato al trabajo.
Solicité el trabajo y por algún motivo que aun no comprendo —al fin y al cabo, pensaba que tampoco tenía nada especial que me diferenciara del resto—, a la reclutadora le parecí un perfil interesante, hice la prueba y me contrataron.
En este trabajo descubrí lo mucho que me gustaba leer y analizar ciencia. Era como si aquello para lo que me habían estado preparando durante la carrera de repente tuviera una utilidad. Y no era tanto porque conociera los procesos fisiológicos y bioquímicos que tenían lugar dentro de los organismos y eso me permitiera comprender lo que ocurría. Eso era importante para tener una base, pero la ciencia cambia cada día y lo que antes se consideraba un dogma, en cuestión de días puede quedar obsoleto.
Lo relevante es que había empezado a desarrollar una capacidad crítica para cuestionarme toda la información que pasaba por delante de la pantalla de mi ordenador. Y alguien estaba dispuesto a pagarme por ello.
Ahora, en pleno 2025 y con la IA amenazando tantos trabajos, pienso que este tipo de tarea también podría ser presa fácil de una máquina con capacidad de computación casi ilimitada.
Lo que pensé que duraría un par de meses —hasta que consiguiera un contrato para el doctorado— al final se alargó durante un año en el que compaginaba la tesis con este trabajo por las noches y los fines de semana.
Afortunadamente, acabé consiguiendo un contrato para continuar el doctorado y dejé este trabajo porque llevar dos trabajos a la vez estaba empezando a hacerme mella. La experiencia fue muy enriquecedora, y mi jefa se despidió de mi con mucha pena y dejándome claro que que tendría la puerta abierta para volver siempre que quisiera.
Con esto no quiero echarme flores, pero sí que me hizo pensar por primera vez que mis capacidades eran apreciadas por el mercado laboral. Tenía una pequeña ventaja competitiva en un nicho muy concreto.
Y llegamos al por qué del título de esta entrada.
Me encantan los regalos con significado. De esos que te hace una persona y sabes que ha elegido precisamente ese y no otro porque el propio regalo esconde un vínculo entre ambos.
A las pocas semanas de terminar el trabajo, me llegó un paquete a casa. Al abrirlo, me encontré con un marcapáginas de madera, y una nota de mi ex-jefa que decía:
Gracias por formar parte del equipo durante este tiempo. Este marcapáginas está hecho por artesanos australianos con materiales 100% autóctonos, para que siempre recuerdes que fuiste parte de nosotros.
Olvidé mencionar que la empresa era una startup con sede en Australia.
Me pareció el regalo perfecto. Un marcapáginas para alguien al que literalmente pagaban por leer.
Casi parecía que mi jefa sabía que iba a darle mucho uso a este regalo. Me encanta leer cosas de todo tipo y, desde hace poco, comencé el hábito de llevar un pequeño registro de todos los libros que me leía, ya fuera en papel o en formato digital. A fecha de escribir esto, el marcapáginas está decorando el Almanaque del Pobre Charlie, una recopilación de charlas de Charles T. Munger con consejos sobre cómo estimular el pensamiento crítico y llevar una vida mentalmente activa.
Ahora, cada vez que leo, el marcapáginas no es solo un objeto para no olvidar por qué página me quede.
El marcapáginas es un recuerdo. Un recordatorio de que las cosas siempre van a mejor, y que, si eres bueno en lo tuyo y sabes aportar valor, siempre habrá alguien dispuesto a recompensarte por ello.